martes, 14 de septiembre de 2010

ESA NIÑA-Pedro M. Campos

Intento que esa niña
jugando alegremente
no vea nunca
como es la gente,

ocultarle la verdad
del dolor que hay
tras cada piedra
tras cada esquina.

Mostrarle el color
de la hierba que crece
junto a su muñeca
de lana verde.

Intento que esa niña
me dé la respuesta
del porqué mis razones
... me duelen.

La niña de la mirada perdida-José Rafael NUÑEZ CORONA

Desde antes de la salida del sol, una mujer de origen haitiano corría velozmente por la calzada de una importante avenida de Santo Domingo, para colocarse en su puesto de trabajo antes que llegara el chinero o el vendedor de naranja, quien le estaba disputando ese puesto ubicado debajo de la escalera de concreto armado de un enorme puente peatonal que cruzaba la importante autopista Duarte de la ciudad de Santo Domingo, la haitiana llevaba consigo una niña de piel oscura igual que ella, colgada en un brazo casi guindando, mientras que en el otro llevaba un amplio cartón lamparazo y una vieja cartera muy maltratada.
Desde muy temprano procuraba colocarse en su puesto de trabajo debajo del enorme puente por donde pasaban millares de personas desde muy temprano, la mujer no era estudiada, con facilidad se podía determinar, además hablaba un pésimo español el cual nunca había estudiado, aunque lo hablaba con muchísima dificultad, pero parecía que tenía otros conocimientos que le eran más útiles, aunque estoy seguro de que tampoco los había estudiado, eran aspectos de la sociedad dominicana que le ayudaban a ejercer muy bien su trabajo, tales como: ubicarse en su puesto de trabajo mucho antes que los transeúntes estuvieran recorriendo las calles con sus recios pasos, y lo hacía con su única herramienta que tenía para laboral, la cual era la niña de la mirada perdida, una niña que aunque no era ciega lo aparentaba perfectamente, engañando así con suma facilidad a los que transitaban por el lugar, la niñita que no llegaba a los cinco años de edad era de origen haitiano al igual que la mujer que supuestamente la atendía, aunque parecía que no eran parientes una de la otra, por la forma abusiva que dicha señora sometía a esa pobre criatura, donde las duras jornadas de trabajo eran muy crueles, donde la niñita tenía que permanecer en un lugar fijo hasta más de quince horas corridas diariamente, que más que una jornada de trabajo yo diría que eran jornadas de torturas inmisericordes, porque la pobre haitianita tenía que aguantar aire, sol y sereno, donde tenía que simular muy pacientemente la ceguera que no existía en su vida, acostada siempre en el rústico suelo, encima de un cartón sucio y mal oliente, con su carita lánguida y afligida, mostrándola al publico para que no se escapara de la culpa que tenía que pagar, por haber mirado un rostro que partía el alma en mil pedazos.
Esa pobre niña se tenía que mantener así en una misma posición casi por el día entero, como si estuviera frisada o petrificada, como si fuera una estatua negra hecha en honor a la esclavitud, y se mantenía así sin importar el fuerte sol que muchas veces hacía en aquel lugar, de aquellos días calientes de mi país tropical, y no eran pocas las veces que le rodaban las lágrimas por las mejillas sucias de polvo y humo, cayendo las lágrimas pintadas de negro en el asqueroso cartón, y todo por lo fuerte que le llegaban los rayos de sol, rayos que no tenían condolencia de nadie ni de nada, pero aun así ella se mantenía en su posición tranquilita, sufriendo con valor, día tras día, obligada claro está por su compatriota tutora que por cierto se veía fuerte y muy apta para trabajar, con esos músculos bien formados y con una juventud que aún no se había alejado de su vida, pero ella se sentía mejor, recolectando algunas monedas que la gente le lanzaba al caminar cuando se veían con el alma partida por haber observado de reojo a la haitianita que siempre daba compasión.
Pero esos pesos, que muchas veces rodaban por doquier, eran precisamente el más grande estímulo que tenía la fuerte mujer haitiana para no trabajar, por lo cual cada día ponía mucho más empeño en su fácil trabajo y mucho menos condolencia en la niñita que ella arrastraba hasta debajo del enorme puente peatonal, niña que muchas veces estaba llena de llagas contaminadas de humo de vehículo y polvo de la calle difícil de sanar, quizás no sanaba fácilmente por el duro sometimiento a esas jornadas de castigos, que eran sumamente abusivas, donde primero tenía que aguantar el fuerte frío de las madrugadas que le hacía temblar cruelmente a la intemperie, luego el fuerte sol de un país caribeño como el nuestro que le tostaba la tierna piel a muy alto grado de calor y por último otra jornada de frío en las noches de frías brisas sin contar todo el humo que tragaba, el polvo que respiraba, la lluvia que la empapaba y un sin numero de cosas que pasaba la pobre niña de la mirada perdida sin tener doliente alguno.
Ciertamente que las crisis económicas de los países subdesarrollados son una calamidad muy triste de ver y más aun de vivir, ya que los sufrimientos de esos pueblos son inimaginables por los habitantes de los países desarrollados, por ejemplo, nuestro país desde que yo tengo conocimiento siempre ha estado muy mal económicamente, pero al momento de yo escribir estas líneas estaba en una situación que mas que caótica era una situación horrible y miserable, era un caos por donde quiera, según se decía, era la situación más difícil jamás vista en todos los tiempos de la historia republicana, no dicho por mí sino por las personas entendidas en la materia, pero sin embargo nuestro vecino país de Haití, dicho sea de paso, fue el primer país negro que supuestamente consiguió su libertad (digo supuestamente porque después de eso, me parece que han sido más esclavos que nunca), con el cual nosotros compartimos la isla de Santo Domingo o La Española, ellos en ese momento estaban mucho peor que nosotros, literalmente se estaban comiendo los unos con los otros, razón por la cual estaban emigrando en masas a nuestro territorio, aunque pasaran las mil y una dificultades en un suelo ajeno, por esa y otras razones que no interesa mencionar, en el país para ese entonces había más de un millón de haitianos viviendo de manera ilegal en la patria de Juan Pablo Duarte, representando este número casi el 15% de la población total, (por cierto, Duarte es el padre de nuestra patria y luchó precisamente contra una invasión haitiana en el 1844 y en esos años había una invasión mucho menor en numero de haitianos que en el momento de yo escribir esto, pero aun así nadie decía nada y como si fuera poco las naciones “generosas” del área haciendo presiones para que entraran más haitianos, pero ellos no los aceptaban en su territorio), aunque es justo decir que un número semejante de dominicanos teníamos en la vecina isla de Puerto Rico que también llegaban allí de una forma ilegal, yéndose en yolas y en frágiles embarcaciones donde arriesgaban hasta sus vidas en el peligro de alta mar y en el muy espantoso canal de la mona, y lo hacían precisamente corriéndole a la difícil situación económica que nos habían sometidos durante mucho tiempo los políticos sin escrúpulos, sin moral y sin dignidad que siempre se habían olvidado de la agonía que sufría un pueblo desesperado.
Una noche de frías brisas en la cual no le había ido muy bien a la señora que recolectaba el dinero tirado por la gente a la niña de la mirada perdida, se le acercó un hombre de una forma extraña, pero ella no se dio cuenta de eso, ya que estaba recogido todo para irse, el cartón sucio y maloliente, su cartera donde guardaba los pesos de cobre que pesaban muchísimo y por supuesto a la gallina de los huevos de oro, perdón quise decir a la niña de la mirada perdida, la haitiana se disponía marchar a la parada de guagua (bus) para abordar la próxima que saliera, la cual le llevaría hasta el barrio donde tenía su casucha cobijada de zinc por toda parte, incluso las paredes eran de zinc, las ventanas selladas, sin baño o sanitario, sin ventilación alguna y con una sola puerta la cual también era de zinc, en si era sin comodidad alguna, entonces aquel hombre misterioso la detuvo repentinamente y totalmente inspirado, colocando una rodilla en el suelo y levantando su mano izquierda le recito lo siguiente:
Busco en mi trópico, un amor caribe
Tan caribe como la sangre, de mi raza aborigen,
Que tenga piel canela, resistente al fuerte sol,
Y que como en jícara, casabi de mi corazón.
Que coseche en mi conuco, versos de mi Quisqueya,
Y que siembre para siempre, amor de primavera,
Que en mi canoa de caoba, visite a Guanahani,
Y con una flor cacatica en las manos, salude la bella Haití.
Que se acuerde de Caonabo, junto a su hermosa Anacaona,
Y se arrope con el pasado, de Enriquillo allá en la loma,
Que baile mis areitos, tocando sus maracas,
Y dando sus pasitos, observe a la hermosa Habana.
Que conozca los caciques, las tribus y los bohíos,
Porque de lo contrario, no sabrá de lo que digo:
Recuerdos que están volando, como el espíritu taino,
Y que nunca volverán, a formar sus grandes tribus,
Tribus que desaparecieron, junto con su honor,
Y solo han quedado, tristeza, sangre y dolor,
Dolor que nadie ha sentido, porque su raza se ha extinguido,
Y el hombre blanco no sabe, porque aún se escucha el gemido.
La haitiana con la tanta prisa que tenía no puso la más mínima atención a lo que el hombre totalmente inspirado le había recitado, además no entendía la mayoría de palabras que él pronunció en un tono muy varonil y poético, por lo tanto continuó su camino como si nada había pasado, mientras que el hombre se quedó totalmente desilusionado, con el rostro demacrado y el corazón hecho pedazos.
Lo cierto es que estos paisitos subdesarrollados han estado pasando el Niágara en bicicleta y además de eso, para colmo de males, a mitad del camino se les rompió la cadena y no precisamente la cadena de la esclavitud que han tenido desde hace mucho tiempo, sino la cadena de la mencionada bicicleta. Aunque pensándolo bien estos paisitos del tercer mundo no son de un todo subdesarrollados, creo que son subdesarrollados en algunas cosas solamente, porque en otras son muy desarrollados, yo diría que demasiado, por ejemplo: en la corrupción ahí ellos son master y en la corrupción a todos los niveles, también en la injusticia social y económica ahí es que ellos son número uno, en defender los intereses de los países poderosos por encima de los intereses suyos, ahí es que ellos son expertos de verdad y mejor no sigo con esto, porque creo que me irán a censurar el cuento este.
Volviendo a lo nuestro, la niñita aquella la cual tenía la mirada perdida, a pesar de todo lo que le he contado, no se sentía mal ni mucho menos, de lo contrario se sentía muy feliz con su crítico estilo de vida a la cual estaba siendo sometida, no porque le gustara el sufrimiento, sino porque su instinto infantil le aseguraba que en su patria natal (Haití) las cosas estaban mucho peor, pero la verdad era que ella prefería mil veces seguir haciendo el papel de ciega y no volver a un país que estaba muriendo poco a poco, aunque estaba consciente de que era muy crítico su estilo de vida y totalmente abusivo, pero le juro que nunca se quejaba, total no tenía con quién quejarse, porque para esos asuntos tan sencillos no hay naciones unidas, ni derechos humanos, ni nada de esas pendejadas (en si las Naciones Unidas no pueden resolver asuntos tan particulares, ni problemas de naciones tan sencillos como esos, sino problemas realmente serios, problemas de estados, por lo tanto yo creo que debería cambiar de nombre y en vez de llamarse Naciones Unidas, llamarse Estados Unidos y para que no haya confusión con el generoso país del norte, le quedaría mejor Estados Unidos II, o Estados Unidos parte atrás.)
Ahora bien amigo lector, que usted cree que esa niña la cual no tenía culpa de haber nacido en una nación tan pobre como Haití estaba siendo sometida a ese maldito estilo de vida sencillamente por la cruel mujer haitiana que supuestamente la atendía y que estoy seguro no era familia de ella, claro que no, sino por un mundo lleno de injusticias, un mundo lleno de entupidas fronteras que sólo existen para someter a los paisitos subdesarrollados a perpetuas esclavitudes, donde los amos (entiéndase los países desarrollados) se desplazan sin ningún problema de aquí para allá y de allá para acá, para donde ellos quieran, sin ningunas restricciones, mientras que los esclavos (entiéndase los países subdesarrollados)(entiendas cualquier presidente de un país subdesarrollado) quien esta comprometido a mandarles sin ningún problema casi todos los frutos que producen los malditos esclavos (así nos llaman los queridos amos) y el capataz, que casi siempre al poco tiempo se convierte en un indeseable para los esclavos que en sí lo eligieron, siempre recibe algunos beneficios que los amos por su indudable generosidad le permiten coger, pero que los incrédulos esclavos casi siempre dicen que es producto de la corrupción. no pueden moverse ni de aquí allí, ni a una esquina de su casa, quizás por las horribles cadenas que le arrastran desde hace mucho tiempo, sin encontrar formar de zafarse de ellas y que le aprietan fuertemente los pies para que estos países se sostengan por si solos. Porque en sí la esclavitud nunca ha dejado de existir, sino que le cambiaron el nombre por otro que sonara más lindo y que no estuviera muy pronunciado, pues la esclavitud ahora no es como era antes dos siglos atrás, cuando se llamaba abiertamente esclavitud, sino que su nombre ahora es mucho más sofisticado y mucho más democrático (subdesarrollo), ahora el sistema de esclavitud es mejor para los amos, porque los esclavos están bien lejos de las casas de los amos, para que no le hiedan a ellos, sí amigo lector, bien lejos, o mejor dicho botado en una finca personal de los queridos y muy generosos amos, donde allí ellos ponen un cruel capataz que en el inicio de su gestión como capataz es muy querido por los esclavos quienes democráticamente lo escogen entre ellos mismos, pero en sí solo es un títere del querido amo y un hombre por supuesto de su plena confianza
La niña aparentemente estaba dispuesta a quedarse estática, justamente debajo del enorme puente peatonal donde la atendía la mujer haitiana, consciente de su horrible miseria que día a día aumentaba a pesar de las moneditas que le lanzaban los amigos muy generosos que la veían sufrir, ciertamente habían muchos de los que pasaban por su lado que podían tomarla de la mano y brindarle la oportunidad de que ella estudiara, creciera y adquiriera conciencia plena del futuro que tenía que enfrentar, pero no era así, y la niña que aún tenía la mirada perdida seguía padeciendo de frío, hambre y dolor, esa niña aún estaba rodando debajo de ese enorme puente peatonal, en sí mi amigo lector, esa no era, ni tampoco es una niña cualquiera, porque no es de carne y hueso como usted puede pensar, porque no es humana, porque en sí, sólo es un retrato de un pueblo hermano, de un país vecino, de una patria descuartizada por las diferentes potencias que devastaron todo lo que había en sus pechos bien formados y que ahora esta pidiendo una mano amiga en medio un continente tan generoso y tan bueno como el nuestro, América para los americanos, esa niña lleva por nombre Haití la infeliz.

El día que María pensó-Jenny TORRES

Como cayena en capullo se movía en el camino. Silvestre, salvaje, bella aún sin cuidado. Con alegrías dentadas, con la lengua esperanzada y dispuesta al sol. María, repitente hará ya dos veces, pareciera que nace cada día. Sin memoria lejana, sin precedentes. Como su novato cerebro utilizara ese subterfugio para olvidar el hambre.
Ese día, como todos, María despertó como picaflor y salió al encuentro de sus amigos. Como todos los días, como una mariposa entre aleteos desorganizados, dejando sus colores que salían de sus pies desarrapados y teñían el cascajo.
La casa estaba ausente, sin voces, sin risas. Sin el llanto de su minúscula sobrina. Sin la agudeza de la voz de Bolívar. Pero ella, a prisa, pensando que se le acabaría el mundo si no salía de inmediato, no lo advirtió. Se detuvo abruptamente al pie del camino. Silencio total. Realmente no. No era silencio. Era el terrible ruido de la brisa que sólo se escucha en ausencia de risa. Era posible incluso escuchar cómo se movían los insectos entre las ramas.
María giró sus ojos: de un lado, estaba el camino que la llevaba hacia fuera. Estaba a pocos kilómetros de la playa, con el ruido de los bares, el sabor a lo que huele el pescado gustosamente sazonado, el baile, el agua. Fascinación de los sentidos, olores, sabores. Del otro lado estaba el camino más adentro. La destartalada escuela que tantos jalones le había costado. Estaba la casa de Lea, que sólo le daba trabajos, mandados. Estaba la casa de Goyo, el ciego. Imagínate, más trabajo. Estaba el hondo pesar de cargar agua desde los profundos tambores de Caña Andrés.
María no sabía dónde habían ido todos. Miraba hacia un lado y giraba su cabeza con células llenas de ruido y luego miraba hacia el otro. Estuvo detenida en el mismo punto casi una eternidad. Entiendan que para María más de un minuto es una eternidad. Pensó rápidamente que la solución estaba en un lugar donde las limitaciones físicas obligan la estancia. Fue fácil y clara la decisión. Goyo tenía que estar ahí. El era la respuesta. Corrió. Voló, iba cantando, aún ignoraba su destino y era obvio que cantara. Bajó por la larga cuesta. Se detuvo frente a la escuela. Era lógico que estuviera vacía. Según los cálculos de María era sábado. El día más feliz del mundo, según su corta filosofía. Pero bueno. Se detuvo. Atravesó el espacio que debía ocupar la puerta. Miró a través de una ventana doblada. No estaba rota, sólo doblada. El salón se veía precioso a los ojos de María. Era obvio, lógico: ¡faltaba la profesora! Esa tirana, inhumana que sólo sabía decirle que era una tonta, que no se concentraba, que sus cuadernos estaban sucios, que no había hecho la tarea. Pero María tenía un cerebro inteligente, claro que sí. ¿Cómo, si no, entonces habría sobrevivido durante esos largos nueve años? Imagínese, pensaba María. Se levantaba un poco después de que salía el sol. Se lo anunciaban las paredes de zinc, tan buenas conductoras de calor para su pesar. Eso, si no llovía, porque entonces la despertaba el agua en el cuasi colchón. Al despertar, se bañaba y se lavaba los dientes con medio vaso de agua. Se vestía con el uniforme sucio del día de ayer y se sólo se iba. Si, se iba. No estaba peinada. María carecía de la paciencia para desenredar todo el embrollo exterior de su cabeza y su madre estaba ocupada, a sus cuarenta y tantos años, lactando a su recién nacida hermanita. Llegaba a la escuela pasadas las ocho. Comenzaba unas clases sin himno nacional y solamente estaba deseosa de la hora del desayuno escolar. Imagínese, pensaba María, que voy a entender de matemática. Estaba atenta solamente al manjar de una cajita de leche y una pieza de pan. Después de eso igual. Tenía que aprovechar el tiempo estando ahí, solo sentada, ejecutando la vagancia y divirtiéndose cuanto podía.
Lo que seguía después de la escuela ya lo puedes imaginar. La trillada situación de un almuerzo vacío, la hermanita vomitando las mascotas, la hora del baño sin agua, la cena sin gas ni carbón y todas esas minucias de la pobreza que de seguro usted ya conoce.
Y así la maestra tiene la osadía de llamarla tonta. Tonta ella que come y se baña y encima de eso lanza desprecios a los niños. Inteligente María, que espanta la miseria y el dolor con sus dientes al aire y olvidándolo todo.
A María se le humedeció un ojo. Era un poco más difícil sonreír cuando estaba sola. Salió de la escuela y siguió su camino hacia la casa de Goyo. Interrumpió su viaje varias veces, cuando un estímulo le incentivaba la memoria. Se estaba dando un fenómeno peligroso. Su cerebro estaba cambiando y eso no era bueno.
Siguió caminando y contrario a todos los días, ya no volaba como mariposa. Caminaba como si fuera persona y por primera vez sintió cansancio. Se sentó sobre una piedra. Sintió sed, pero el pozo estaba muy lejos y no pudo conseguir agua. De todos modos siguió. Por fin llegó a la casa de Goyo y le sorprendió lo que halló. La casa estaba vacía. Ni siquiera estaba el bastón. Se le humedeció el otro ojo. Ya era inevitable. Debía tomar la decisión. Estaba sola. Pensó que a todos les pasó lo mismo. Se levantaron, miraron hacia un lado. Sintieron los ruidos en su cabeza. Miraron hacia el otro lado. Sintieron los ruidos nueva vez. Sintieron el silencio de breves segundos y se fueron por un camino. Uno a uno. Cerebro por cerebro.
Para María era obvia la decisión que todos habían tomado. Era claro hacia donde los llamó el destino. El silencio de la comunidad frente al ruido de la playa. Todos se cansaron. Uno a uno. Cerebro por cerebro. El sonido del mar, el olor del pescado, la abundancia de ruido actuaron como flautista de Hamelín y como ratones hambrientos, se fueron tras el queso.
María pensó: Si se fueron todos, si ellos con su cerebro no novato abandonaron el espacio, ¿qué podía hacer ella? Ignoraba que ya podía pensar, Subió nueva vez la cuesta. Se sentó debajo de una gran sombra de un enorme árbol. No sabía qué hacer. Pensó que era bueno estar así. La comunidad sin escuela, sin reglas, era un ideal. Pero también pensó: tendré que trabajar para comer y sobre todo sola. Era tan grande el esfuerzo de su cerebro que María se durmió. Pero se durmió con la escena de la decisión en su cabeza: hacia dónde me iré. Se movían sus sueños entre el catecismo sabatino y los santos de Caña Andrés. Estrenando confusiones en la cortedad de su cerebro. Nada firme la ataba. Nada firme la llamaba.
De nuevo pasó una eternidad. Recordemos que para María más de un minuto era una eternidad.
La despertó un gran ruido. Voces, risas, canto a San Antonio. María había olvidado, por ese juego de su cerebro, que estaba castigada. Se había celebrado una gran fiesta ese día y todos habían ido menos ella. La profesora había llamado a su madre con una pila de quejas y ella decidió que para que María aprendiera, se iba a quedar en la casa mientras toda la comunidad participaba del regocijo.
Al regresar todos veían a María como si fuera igual. Sus amigos la llamaban: “María, María, ven a a jugar”; su madre la llamaba: “María, María, ven a ver lo que trajimos”; la profesora la llamaba:”María, María, dejaste los cuadernos en la escuela”. Y ella, contrario a todos los días, escuchaba. María era distinta pero nadie lo notó. Esa eternidad que estuvo sola la hizo perder su novato cerebro. Ya no supo más volar como mariposa. Ya nunca más despertaría como pica flor. María simplemente se convenció de que vivía en la miseria.
Al amanecer del domingo, ya no sola, ya sin ausencia, ya con ruido, aprovechó que los demás dormían y salió al pié del camino. Miró hacia un lado por una eternidad, miró hacia el otro por otra eternidad. Pero esta vez sabiéndose miserable. Y fue obvio lo que el olor y el sabor hicieron sobre su destino.

La niña triste Josefina-SOLANO MALDONADO

Hasta que salía de los ojos una mezcla de embrujo y alquimia, sortilegio oscuro para el dios Tariacuri, hasta que los negros y grises teñían las montañas mexicanas de Tenochtitlán, hasta que la tinta manaba como una savia oscura del corazón malherido de la deidad, la niña Aurorita, olvidada de colores y sol, iba dibujando un paisaje sinuoso en el que siempre rotulaba un nombre: Cumiechúcuaro o región de los muertos. Por doquier manos desencajadas, piernas gangrenadas, cintos y látigos bordeando la lámina como una cenefa que brotara del terror.
Hacía poco que la niña Aurorita iba a la escuela. Desde que nació había llevado una vida trashumante, deambulando con su padre por todo México, ofreciendo cacharros y cucañas de buhonero a las mujeres que salían a su encuentro. Ahorita vivía en una casa, situada en un barrio humilde de la capital. La maestra Lupita se dio cuenta de que algo pasaba. El aspecto de la niña era desaliñado, se sentaba siempre en el último banco, y allí junto a la ventana, clavaba sus ojos en los árboles desmedrados del patio. En clase estaba como ausente, no jugaba con sus compañeros, permanecía siempre aislada y silenciosa, haciendo siempre el mismo dibujo sin colores vivos, dibujos como la producción de un mundo agresivo y deshumanizado.
-¿Y mamita?
-No tengo mamita, doña Lupe.
-¿Por qué vistes de esa manera?
-No tengo dinero para comprarme ropa nueva. ¡Hasta luego, maestrita!
La niña salió corriendo, esquivando el interrogatorio de la maestra. Al llegar a casa Aurorita encontró a su padre, echado sobre la mesa, ante una botella de charanda y otra de tequila. Tenía el hombre las misierucas y roñas propios de una condición rebelde que mojaba en abundante alcohol. Su faz estaba llena de cacarañas y los ojos, veteados de ramalazos rojos, flotaban en una linfa acuosa y amarillenta dando a su mirada el carácter ruin de los borrachos. Desde que había abandonado su oficio de buhonero, no hacía más que beber buscando cobardemente el olvido de la mujer a la que había amado y perdido en el parto de Aurorita. Consumía esperanzas, fumaba gregarismos, su lenguaje entre leguleyo y vulgar denotaba su hastío y flaqueza.
-¡Aurorita! ¡Aurorita! Ven a platicar conmigo, chamacona.
-Papito, ¿sabes que la maestra Lupita no quiere que vaya a la escuela con este vestido descolorido y harapiento?.
-Tienes ya once años, Lupita, tienes edad para defenderte de alimañas como esas.
Pero tú tan desobediente como siempre, ¡ojalá nunca hubieras nacido!, eres la culpable de que muriera tu madre.
La niña no rehuyó las miradas como había hecho otras veces y abordó a su padre nuevamente:
-La maestra Lupita me ha dicho que yo no tengo la culpa de nada.
-¿Entonces por qué murió tu madre? ¡contesta!.
-Murió porque se puso enferma, yo no tengo la culpa.
-¿Enferma dices? ¿enferma?, tú la hiciste enfermar. Yo no quería hijos pero ella se empeñó, y llegaste tú, mala pécora, arrebatándomela para siempre.
-¡La maestra dice que yo no tuve la culpa!.
-¡No me grites! Voy a enseñarte lo que esa zorra no hace, voy a enseñarte normas de comportamiento y buenos modales, renacuajo.
El papito se quitó el cinto y golpeó a Aurorita hasta dejarle marcada la espalda. Como siempre hacía después de la paliza, la niña se encerró en su pieza y comenzó a dibujar el Cumiechúcuaro. Negros. Grises. Dioses con lengua de serpiente. Manos blandiendo espadas. Cuerpos perforados.
Después de acabar la botella de tequila el papito empezó a golpear con los puños la puerta de la recámara diciendo:
-¡Sal de ahí y prepara la cena que para eso eres una mujer!.
La niña se acurrucó tras las cortinas.
-¡Qué salgas, chamaca del demonio!.
Tan violentas fueron las embestidas que la puerta cedió abriéndose de par en par.
-¿Dónde estás, charra?
Aurorita siguió agazapada tras las cortinas como un animal enfermo. Cuando el hombre la encontró, la agarró por la trenza y la obligó a salir de la recámara.
-¡Prepara la cena ahorita mismo!
La niña entró en la cocina y sin que su padre la viera saltó por la ventana que daba a un descampado seco y polvoriento. Corrió hasta llegar a casa de la maestra.
-Maestra, Lupita, mi papacito me pega.
Lupita le desabotonó el vestido y vio la espalda amoratada. Con sumo cuidado le fue bizmando las heridas, le enjugó el rostro, le puso un huipil limpio , y la acunó en su regazo como un bebé.
-Había una vez una niñita que vivía en un jacal, situado en un lejano rancho de Oaxaca. Día tras día despellejaba panochas y milpes que luego vendía en el mercado. Todos los que por allí pasaban miraban su cara y sólo encontraban una expresión triste. Pronto se corrió la voz por todo el país de que en Oaxaca había una niña que no sabía sonreír. Fueron muchos los que se acercaron hasta aquel lugar remoto para ver a la chamaquita. Ella seguía en su labor, con la cabeza gacha y los ojos acuosos por el llanto. Vino cierto día un payaso del circo que recientemente había llegado a México, se puso delante de ella e intentó por todos los medios hacerla reír. No resultó. Fueron vanos los intentos de acróbatas, saltinbamquis, mozos y viejos para que la niña triste aprendiera a ser de otro modo, para viera la hermosura azul del cielo, para que visitara los tianguis, para que se divirtiera con los juguetes de chicle y papa, para que oyera el ayotl, timbal de tortuga, que muchos se ofrecían a tocarle. Llegaron hombres que le hablaron de Moctezuma, llegaron ancianas que le contaron historias de hechiceros aztecas y princesas chichimecas. Pero ella siguió siendo la niña triste. Una mañana de primavera, se acercó hasta ella una mujer de larga cabellera y huipil bordado que sentenció que alguien la había desterrado al Cumiechúcuaro tolteca, donde sólo había melancolía y tristeza. Aquella mujer se acercó a la niñita, le acarició las mejillas con sus manos suaves, recogió en sus dedos el amargo llanto, la abrazó arropándola junto a su pecho y la besó hasta el cansancio. Después de repetir aquel ceremonial durante tres días, la niña triste sonrió. ¿Sabes lo que le pasaba a la niñita?
-¿Qué maestrita?
-Que nunca supo lo que era el amor y la ternura hasta que aquella mujer se lo ofreció. Tú eres otra niña triste, pero yo voy a conseguir rescatarte del Cumiechácuaro, para enseñarte que también existe el cariño. ¿Cuántos besos te han dado a lo largo de tu vida?
-Papito no me ha besado nunca, doña Lupita.
La maestra besó a Aurorita y la llenó de besos, logrando arrancarle una sonrisa.
-Así me gusta, mi niña. No volverás a ser una niña triste.
No habían acabado la plática, cuando oyeron que alguien golpeaba violentamente la puerta. Doña Lupita abrió y se encontró frente a ella a un hombre borracho con un cinto en la mano.
-Le has llenado de pájaros la cabeza a mi chamaca, maestra, y eso no se hace.
-¡Váyase de mi casa!.
-¿Dónde está mi hija?.
-Le he dicho que se vaya de casa.
Fue tal la algarabía y trapatiesta que el borracho formó que los vecinos acudieron alarmados. La luz incierta de la tarde aislaba la sombra de Aurorita, escondida tras un sillón, con los ojos cerrados y las manos puestas en los oídos para no oír, para no ver, para no sentir de nuevo el miedo.
-¡Quiero a mi hijita! ¡la quiero! -gritaba el borracho mientras golpeaba el suelo con el cinto.
No tardaron en personarse las autoridades policiales, que comprobaron que era cierto la que tantas veces doña Lupita les había contado en comisaría. Al cabo de dos meses se dictaminó que la niña se quedara bajo la guardia y tutela de la maestra.
La niña Aurorita le fue devolviendo el color a sus dibujos.
La niña Aurorita aprendió a abrazar.
La niña Aurorita aprendió a reír.

Testamento de una mendiga-Domingo VALDEZ QUIROZ

Como era ya una costumbre, la anciana EUSTAQUIA se recostó sobre sus mugrosos harapos y sucios cartones; su cuerpo despedía un olor a sobaco de puerco, sus uñas lucían largas y llenas de suciedad, sus cabellos parece que nunca habían conocido peine alguno en tanto, sus pies descansaban sobre un par de rotosas sandalias.
La vieja Eustaquia, se había apoderado del portón de la capilla de CATILLUC allí; solía estirar la mano pidiendo limosna a los gentes que entraban y salían de la casa de Dios.
Muchas veces, hasta se había perdido la cuenta, el padre NICASIO ARESTEGUI, solía compartir sus alimentos con la pobre mendiga … además, nunca faltaba alguien que se le ablandaba el corazón y le depositaba en su aceitoso posillo alguna migaja o porción de comida.
La anciana, no podía mantenerse de pie ni siquiera un segundo; pues, una terrible enfermedad le había atacado a sus debiluchos huesos, por lo que solo vivía arrastrándose por el suelo como culebra… algunos lugareños, recuerdan que cuando EUSTAQUIA recién pisó este pueblo, todavía podía caminar aunque con mucha dificultad.
Las noches para la pobre anciana, eran inclementes y hasta peligrosas, porque aparte de soportar la intemperie y la terrible friolera, tenía que defender a punta de bastonazos su escasa ración de comida, para que no lo devoren los perros callejeros que solían deambular agrupados en cuadrillas.
Nadie tenía o daba referencias de la vida de la mugrosa anciana y cuando algunas gentes pasaban por su lado, se referían de ella a voz baja.
Del viento será su hija esta pobre vieja o quizás será hija del sol o quizás de la luna… el curita, había insistido tantas veces en preguntarle.
¿De qué lugar has venido hija del Señor?
¿Tienes algún familiar hermana mía?
¿Quiénes te han traído a este pueblo? ¿Por qué no contestas nada?
Ante estas preguntas, solamente se descolgaban algunas lágrimas de los ojos de la anciana… por eso, al franciscano no le quedó otra cosa que renunciar a su persistente interrogatorio.
Una helada mañana del mes de marzo, un gran alboroto se cernió en todo el poblado de CATILLUC, era “Domingo de Ramos” y cuando los creyentes fueron llegando a la capilla para escuchar el sermón de semana santa, se dieron con la sorpresa de que el cuerpo haraposo de la mendiga EUSTAQUIA estaba gélido e inmóvil, su cara lucía pálida, abierta estaba su boca y su piojosa cabellera descansaba sobre el codo de su brazo derecho y el tic – tac de su corazón, se había paralizado para siempre.
Sus pies estaban tiesos y helados, como los chungos del río LANCHI en eso…. el sonido de las centenarias bisagras del portón, anunciaron la presencia del curita del pueblo.
¡Buenos días hermanos! ¿Por qué tanto alboroto… Eh?
Diosito lindo lo ha recogido padrecito a esta pobre anciana respondieron en coro…. el religioso, apuró sus pasos y tocó el cuerpo mugriento de la anciana… luego de un breve silencio, elevó sus plegarias al cielo a fin que esta alma bendita sea recibida con agrado por el TAYTA CRISTO… seguidamente el religioso despojándose de su Rosario y se la colocó al cuello de la fallecida.
CONSTANZA QUISPE, era una ricachona muy caritativa del lugar… ella, se encargó de amortajar el cadáver de la pobre difunta, con algunos vestidos que ya no las utilizaba… en esas circunstancias, sus manos se toparon con unos papeles sucios y amarillentos en los harapos de la fallecida y la medida que sus ojos iban desnudando el secreto de sus escritos, sus incredulidad y su perplejidad iban aumentando como la espuma de leche.
Se trataba de un testamento de herencia que la mendiga EUSTAQUIA, dejaba a favor de la capilla de CATILLUC y su deseo era que el padre NICASIO construya una casa asilo para albergar a los niños, discapacitados y ancianos desprotegidos de todos estos lugares.
Al enterarse de todos estos acontecimientos, el religioso convocó a todas las gentes importantes de las comarcas aledañas, para ponerles al tanto de toditos los deseos de la mendiga.
A la hora del entierro, una gran multitud de lugareños acompaño al féretro de la anciana; asistieron chicos y grandes pobres y ricachones… hasta el mismito cielo lloró ese día por EUSTAQUIA, las faldas del apu “COSHPOY” se cubrieron de neblina en señal de duelo, la quebrada de LIRCAY enmudeció sus bramidos y los larguirucho eucaliptos y los frondosos capulies se mostraron reverentes ante el ataud de la difunta a su paso rumbo al cementerio.
Una de esas nubladas mañanas, las mano tosca de un desconocido toco la puerta del sacerdote.
Tun Tun Tun Tun… ¿Usted es el padre Nicasio?
- ¡Si hermano!... ¿Qué cosas te traen por aquí?
- Hace unos días, me enterado que la mendiga que diariamente estaba en la puerta de la capilla ya es fallecida.
- ¡Así es hermano de Dios!... dime, ¿Tú lo has conocido a esa pobre anciana?
- ¡Si padrecito! Ella es la que me crió desde que yo era muy wambra; sucede que cuando me comprometí con mi esposa, esta empezó a humillarla y despreciarla en todo momento … cierto día tomé la decisión de traerlo a este pueblo en donde lo abandoné a su desdichada suerte.
- ¿Me estás diciendo que esa anciana abandonada, es que te ha criao desde muy niño?
- ¡Si señor curita!... mi desalmada esposa ha sido la culpable de que yo la abandonará… pero el cielo ya me ha castigao lo suficiente padrecito; pues sus latigazos han sido muy fuertes y justicieros señor curita. Hace ya un año, mi mujer se ha marchao dicen que un ricachón de una comarca vecina; pero antes de viajar ha vendido todos nuestros terrenos y pertenencias… incluso, hasta nuestros guishas (ovejas) ahora ya tienen nuevo dueño, felizmente, todavía mis fuerzas no son ingratas conmigo; pero, que será de mí, cuando estas me abandonen y yo no tenga a nadies a quien acudir.
Tendrás que hacer mucha penitencia hombre desalmado, si quieres que el cielo te perdone, de lo contrario; serás achicharrado en el infierno por el patriarca del pecado junto a las demás almas condenadas.
Ante estas advertencias, el forastero dio media vuelta y con la mirada fijada al suelo, lentamente se fue perdiendo por la callecita angosta y empedrada del poblado, acusado por la voz del religioso y por la reprimenda constante de su conciencia.
De la muerte de EUSTAQUIA, han pasado ya varios años, hasta el curita NICASIO también ya es difunto… los deseos humanitarios de la mendiga, se han cumplido al pie de la letra… hoy en día, los ancianos y las personas desprotegidas ya tienen una vieja casona donde podrán pasar sin apuros, sus últimos años de vida, protegidos por la bendición omnipresente de la anciana EUSTAQUIA.
En esta casona, la solidaridad y el amor al prójimo es permanente y todos los que habitan en este lugar, siempre tienen algo que llevar a la boca y en los terrenos de este asilo las cosechas son una bendición… el desgrane de maíz, el secado de chuño (papa secada a baja temperatura) y los montones de mashuas y ollucos cada año, van en aumento.
A unas cuantas cuadras de la capilla, está ubicado el pequeño campo santo… allí existe, una sepultura en donde el prendido de velas, los ramos de flores y las oraciones y responsos son constantes … se acercan a nosotros un grupo de lugareños y nos dicen que esta es la tumba de la mendiga EUSTAQUIA y cuando preguntamos el porqué las gentes acuden diariamente a esta tumba, las respuestas surgen de inmediato.
La EUSTAQUITA, es muy milagrosa afirma una mujer de apariencia humilde… yo le rogué para que mis animalitos no sigan muriendo con la peste roja (carbunco), desde entonces; dejaron de morirse. Y en la actualidad mis corrales están abarrotaditos de guishas (ovejas) y hasta melliceras me han salió algunas de ellas.
A su turno, un hombre cincuentón, poniéndose de pie nos manifiesta:
Mis tierras casi ya no producían nada; a veces, la cosecha no alcanzaba, ni para comer, hasta que un día he hice una misa a nuestra mamacha EUSTAQUIA desde entonces, mis graneros y payancas (tinajas) están llenitas de maíz y cebada y las moras y plenachos de mis linderos lucen tapaditos de chiuches y por-poros (fruta agridulce de las punas).
Seguidamente, una mujer que dice llamarse Rosalía nos confiesa:
Mi Wambrita Shulca (último hijo) siempre paraba enfermándose, parecía que taitita San Pedro ya me lo iba a quitar; pero, lo pasé una vela por todo su cuerpecito luego, vine a prenderlo a esta tumba de la EUSTAQUITA y los dolores de mi wambrita desaparecieron por completo.
Y así, casi todos los lugareños de CATILLUC, le deben algún milagrito a la mendiga EUSTAQUIA, por eso, es que ya le han pedio mediante un memorial al señor obispo, para que autorice que la fotografía de esta mendiga sea venerada en los altares de la capilla.
A paso lento, me voy alejando del camposanto y cada vez que dirijo la mirada hacia atrás, diviso que continúan llegando los lugareños con sus velas y cirios en las manos, esta veneración popular, se ha ido incrementando paulatinamente dado que su fama de milagrosa se va extendiendo por todas las comarcas y poblados de la zona.
Mientras los chalacos tiene a su Sarita Colonia, los huarasinos a su María Josepha y los Chinchanos a su beata Melchorita, los habitantes de CATILLUC tienen a su mendiga EUSTAQUIA como su santa protectora; incluso, están dispuestos a tocar las puertas si es posible hasta del mismo Papa, con el fin que esta anciana milagrosa sea velada en todas capillas de todos los poblados.
De Osias Lingán, (hijastro de EUSTAQUIA) sabemos que tuvo un triste y macabro final… quienes la conocieron de cerca nos han contado, que cuando las fuerzas lo abandonaron y la vejez le cayó encima terminó compartiendo los desperdicios con los cerdos en unos basurales de la zona… cierto día, unos lugareños que pasaban por allí fueron alertados por los olores malolientes que provenían de estos basurales; sigilosamente fueron acercándose y sus ojos se toparon con una bandada de buitres y shingos (gallinazos), justo en el momento en que se disputaban las últimas carroñas del pestilente cuerpo de OSIAS, con una jauría de perros vagabundos y salvajes.
Así, terminó la vida de este desalmado hombre, que cometió una acción tremendamente inhumana y malévola en contra de la pobre anciana EUSTAQUIA, al abandonarla a su suerte en un poblado desconocido.
Por eso, los tribunales divinos sentenciaron a OSIAS LINGAN, de una manera cruel, frutal, implacable, horrorosa e inarrenable… es que, los magistrados celestiales, jamás otorgan amnistía o impunidad alguna a las gentes perversas y malvadas, que suelen desafiar y desatacar intrusamente al decálogo salvítico de Taita Cristito.

Desenterrar el pasado-Guido DE SCHRIJVER

El sargento Martínez estaba de guardia a la orilla del pozo, el fusil atravesando horizontalmente el vientre, los brazos apoyados en la culata y el cañón. Se escudó debajo de un árbol, pues el sol pegaba fuerte. Posaba su mirada en la espalda corvada de un joven agachado en el fondo. Alrededor del pozo estaban sentados y en cuclillas hombres mayores, mujeres y niños. Sombreros de mimbre, huipiles de algodón con figuras mayas multicolores apagadas de tanto lavar y restregar en el río. Las mujeres desenterraron lágrimas que habían comenzado a llorar veinte años hace. El sargento Martínez había recibido la orden de su jefe: «En San José Poaquil hay una exhumación, con la autorización del tribunal, debe haber vigilancia día y noche, no vaya a ser que algún pinche quisiera borrar huellas». ¿Se trataba de una mera coincidencia? Pues justamente en Poaquil un tío del sargento había sido secuestrado y posteriormente desaparecido. Al otro lado del pozo se encontraba la viuda, su tía. Ella dijo: «Deben haber al menos quince, entre ellos mi marido y mi vecina encinta».
Una noche de silencio absoluto los perros rompieron furiosamente en coro la paz que envolvía la aldeíta. Pocos minutos después las botas desquiciaron las puertas de las chozas y sacaron a los habitantes de sus camas, matando a los perros a tiros en el acto. Llevaron a culatazos fuera del caserío a la gente, los ojos desorbitados del terror, y en descampado los abatieron a balazos y machetazos, gritando: «¡Por comunistas, desgraciados!» Ahí mismo los enterraron en un pozo común al amparo de una luna débil y cómplice. Con el tiempo los bejucos cubrieron piadosamente la pesadilla, pero un chico, escondido bajo el camastro durante el desalojo de su familia, se empujó a fuera, mareado por el suceso insólito, para seguir a distancia, lo que le había parecido un cortejo fúnebre de cadáveres vivos. Empinado dentro de la maleza se dio cuenta del sitio de la masacre y avisó más tarde a la gente de la vecindad, que se guardaba el secreto como una llaga mortífera.
El día que Claudio se lanzó para sus estudios universitarios, su papá lo advirtió insistentemente.
«Hay que comer. Aquí en Guatemala no se puede poner manos a la obra como antropólogo».
«Dentro de pocos años no darán abasto los forenses para sacar a luz las osamentas de miles de víctimas de los militares», profetizó el hijo, no haciendo caso del consejo paterno.
«Qué linda perspectiva, mantenerse atascado en un pasado que ya no existe», ironizó el hombre amargado.
«Todo en el mundo pasa, sólo el pasado queda», peroró el hijo, dejando estupefacto a su progenitor.
Una vez finalizados los estudios en la universidad estatal esperaba dar pronto con un empleo interesante. Quiso llevar a la práctica en los sitios arqueológicos mayas tanta teoría rumiada en las aulas. Piedras había de sobra, los fondos faltaban.
Hubo un regocijo planetario a la hora que se firmó la paz poniendo fin a un conflicto armado interno de varias décadas. Se declaró el fin de las dictaduras en el país y en el continente entero soplaron vientos nuevos sobre las repúblicas. Se acabó el terror del estado. ¡La democracia al poder, los militares al cuartel!, gritaron las masas en las calles.
No tardó mucho el momento en que Claudio vio cumplirse las palabras con que apaciguó la preocupación de su padre por su futuro académico incierto. Los familiares de las víctimas del terror militar exigieron al gobierno democráticamente elegido el permiso para excavar los cementerios clandestinos.
«Son más de mil fosas, esparcidas sobre el territorio nacional, trabajo para años, pero no te hará rico, es un servicio a la población, ellos tienen que encontrar a los suyos, estar seguros que en realidad están muertos para darles sepultura digna», le invitó el encargado de la antropología forense.
El presidente del gobierno democrático trataba de empujar a los militares a los cuarteles sin airarlos. Temiendo la justicia, la condena y el castigo los oficiales querían de una vez por todas mantener bajo tierra junto a los cadáveres la pesadilla del genocidio. Pero la población salió a la calle. Los familiares exigían el regreso de los que habían desaparecido. Vivos o muertos. Todos estaban muertos.
Con el cuidado de una mujer que se arregla la piel de polvos y cremas delante del espejo de tocador Claudio cepillaba los huesos hasta hacerles surgir ante las miradas atentas y temerosas de los deudos. El sargento Martínez lo observaba fascinado. El joven académico destapó un cráneo, color café y rojo, color de la misma tierra. «¡Mirá, una calabaza!», señaló con el dedo un patojo, recriminado suavemente por la madre. En la medida que se liberaban los dientes el esqueleto comenzó a reírse socarronamente. Los vecinos se conmovieron en su apuro por reconocer al difunto al tiempo que guardaban un recogimiento respetuoso ante lo que les parecía un sacrilegio. Tiras podridas de camisas y pantalones habían suelto sus colores. Claudio hurgó en un embrollo de telas medio comidas sacando un objeto, que destelló un instante a la luz del sol. Lo limpió entre los dedos hasta que de repente un alarido desgarró el silencio sagrado, ahuyentando a los pájaros chirriando. El sargento Martínez miró aturdido, los ojos húmedos, a su tía, que desmayó en brazos de una vecina. La mujer había reconocido a su marido. Claudio dejó descansar la mano encima de lo que había sido la bolsa del pantalón, cargando una medallita metálica de San José. Ella misma la había cocido en el pantalón para que su hombre no la perdiese nunca. La exhumación duró varias semanas. Claudio procedió como un escultor delicado para poner al descubierto dos esqueletos entrelazados, él de la madre y envuelto por la caja torácica y los brazos como entre los barrotes de una jaula él del feto creciente. Algunas víctimas fueron tan descuartizadas por la furia de los soldados que no fue posible la reconstrucción de los esqueletos. Los campesinos mayas ayudaban a Claudio, izando paladas de tierra en cubos, echándola en un cedazo. Los niños tenían permiso para ayudar identificando pedacitos de huesos entre los terrones. Un mes más tarde Claudio terminó la faena y se despidió de los deudos y del sargento Martínez. El policía agradeció al profesional por su tarea y dedicación.
Con sus cuatro hijos le costaba al sargento Martínez sacar adelante el hogar con el salario que ganaba. Sin embargo no fue por el dinero extra que aceptó el encargo que le propuso un jefe mayor unas semanas después. Pues simplemente él no estaba hecho para aquella clase de operaciones que no aguantaban la luz del día. Tenía que hacerlo. Determinadas órdenes estaban fuera de discusión. Había que aceptarlas nomás. Sobre todo si venían de exgenerales, jubilados por servicios prestados. Servicios que por lo demás tampoco aguantaban la claridad, según le alcanzaban los rumores susurrantes de los colegas. Fue a las tres semanas después del entierro del tío con cantos litúrgicos, flores, incienso y llantos en San José Poaquil que recibió el encargo. Hacia el centro de la ciudad capital, a las tres de la mañana, cuatro hombres, gorras pasamontañas negras, uniformes negros, andar armados ostentosamente, furgoneta sin matrícula, irrumpir y revisar hasta el último rincón del local, sacar las computadoras, documentos y toda la papelería habida y por haber, hacer pedazos el resto sin dejar huellas de su identidad. Durante el trayecto hacia el lugar indicado el sargento Martínez expresó su preocupación a los colegas. Estos se burlaban de él. Al parecer ya manejaban cierta rutina en destruir locales de organizaciones de derechos humanos, pegándoles a los miembros presentes casualmente un susto mayúsculo y merecido, ya que se negaban a quitar sus patas insolentes del pasado enterrado. Sigilosamente bajaron de la furgoneta en la calle desértica frente al local. Al sargento Martínez le tocó destrozar a hachazo limpio la puerta de entrada, siendo el primero a atravesar el umbral y penetrar al inmueble. Los hombres enmascarados trabajaron veloz y minuciosamente. Mientras que ellos saquearon la planta baja, destruyendo lo que no les interesaba llevar, el sargento Martínez subió a trompicones en la oscuridad al primer piso. Abrió de golpe una puerta, asaltándole el olor a dormitorio. En el haz de luz de su linterna vio a un sujeto que se incorporó en la cama, aterrado. El sargento Martínez se asustó sin emitir sonido alguno, por poco dejando caer la linterna. Su mirada cayó en plena cara de Claudio. Sintiendo latir salvajemente el corazón cerró la puerta detrás de si como quien acababa de hacer un descubrimiento prohibido y peligroso. Mantuvo agarrado la puerta, evitando que saliese el joven, como para protegerlo contra los demás asaltantes. Pues en la confusión y el pánico fácilmente podría escaparse un balazo. Tan solo al cerciorarse que abajo habían terminado la faena, soltó la manija de la puerta y corrió escalera abajo. Al atravesar la calle, brincando a la furgoneta se sintió un ladrón de primera.
El sargento Martínez nunca se había excedido en dar crédito a supersticiones ni creencias de viejas. Sin embargo a la noche siguiente recibió la visita de su tío. Este se puso enfrente, abrió la boca de par en par llena de tierra, desnudando los dientes blancos de la quijada color café y rojo, aullando como un cerdo y respirando con estertor.

Almas con olor a cebolla-Cecilia COURTOISIE NIN

Esta mujer tiene algo especial en las manos. Sus dedos gruesos hablan. Sus uñas negras, los nudillos apenas deformados. La resequedad de la piel.
Aprieta el cuchillo entre los dedos y corta la zanahoria casi sin esfuerzo. Pedazos chiquitos para la sopa. Calabaza, puerro, cebolla. Bandejitas de verdura en juliana.
Buen día ¿me da una banana? ¿una sola? Sí. Dos pesos. ¿Dos pesos? Por unidad es más caro. Bueno. ¿Algo más va a llevar? No, nada más, gracias.
Detrás de la expresión seria, un dolor atrasado. El estómago oprimido se oculta bajo la redondez del cuerpo. Cuerpo cansado. Lento.
Lejos quedaron los días de críos en la espalda. De palabras crueles de gente igual, pero con otra vida. Lejos, pero más presente que nunca.
Los anhelos se arrancan de los azotes recibidos, los sueños deformados por lágrimas imperceptibles. Inaceptables. El pecho que se incendia con la naturalidad del aire y trasmite en esa fuerza, generación tras generación, el sabio sigilo de la lucha imperecedera.
La victoria descalza deja huellas en la planta del pie.
La angustia en silencio. El silencio que asume la rabia del otro, la absurda intolerancia.
Los huesos sufren, pero se callan.
¡Deja las ciruelas quietas! Gabriel, vigila a tu hermano. ¿Qué le doy, señor? ¿un kilo? Los zapallitos dos kilos cinco pesos. Un kilo, tres. ¡Gabriel, vigila a tu hermano te he dicho! El brócoli se lo dejo dos con cincuenta porque no vino bueno. ¡Quita tu mano de allí te he dicho! ¡Gabriel! El tomate de oferta se ha acabado, tiene esos a cuatro pesos. ¡Gabriel!
Muchos siglos esperando la esperanza. Con la esperanza a cuestas se sueña distinto, se lucha distinto, la dignidad es posible.
El día empieza mucho antes si se hacen trámites.
Filas eternas de personas que acampan, en busca de un sueño deseado por obligación. Dejar de pertenecer para ser de otra parte. Colas inacabables por una identidad legal. Prueba indeleble del exilio.
Madrugadas enteras desperdiciadas en un papel. Punto de partida de una aparente vida nueva. Sudamérica, hermanos latinoamericanos. Buenos Aires, la utopía disfrazada de anhelos tangibles. Sábanas limpias, un trabajo digno. ¿Digno de quién? ¡Sudamérica! ¿hermanos latinoamericanos?
La Patria Grande.
Falta la partida de nacimiento. Pero yo he traído todo. Todo no, le falta la partida legalizada en su país de origen. Pero yo he traído todo lo que me han dicho ustedes. ¿No entiende lo que le digo, señora? Falta la partida legalizada. A ver, ¿de dónde es usted? ¿y tiene familia allá? Bueno, mándeles la partida para que le hagan el trámite y vuelva otro día. Ya vine cinco veces. ¡Le falta la partida, señora! Vuelva otro día, hoy no puedo hacer nada.
Otra vez el silencio.
Las manos de esta mujer tienen algo. Hablan. Cuentan su historia.
Llega a casa cuando la noche está avanzada, con sus hijos de las manos. El más pequeño quizás en brazos. Abierta al reencuentro que la espera puertas adentro, donde todo está en calma.
La familia unida, por el exilio, por la historia compartida, por el porvenir que están creando. La familia toda, completa, los que ya están, los que van llegando.
La esperanza contenida en los sabores que pasan de mano en mano, hombres y mujeres, núcleo inseparable, inquebrantable. El aroma de los otros que allá están, que son pero no son. Desconocidos de la misma raza, humanos, seres que explotan de vida, de angustia, de anécdotas que son distintas y tan iguales. Rituales que son de todos y que ellos se llevaron a otra parte. Rituales compartidos a la distancia con aquellos que aún luchan en la tierra que los trajo. Pacha al rojo vivo que guarda en frasquitos los vientos huracanados.
Puertas adentro el alma se reconstruye, se comprende. Puertas adentro de casa, y del país que una vez fue nuevo.